lunes, 3 de junio de 2013

Día 237. Kampot y Kep: de hamacas, pimienta y muuucho relajo

Los días que pasamos en Kampot y Kep los dedicamos a ir de hamaca en hamaca, a leer, descansar, comer y preparar la ruta de Vietnam. Disfrutamos de Camboya al ritmo local y nos dejamos llevar por el auténtico relajo.





Kampot no es una ciudad muy grande y el estar ubicada al lado del río le da un encanto especial. No obstante, el verdadero atractivo se encuentra en los alrededores, donde descubrimos la Camboya más rural, real y bonita.





Subidos a un tuk-tuk visitamos las salinas. Nos sorprendió que no utilizaran ningún tipo de maquinaria en ninguna fase del proceso. Las mujeres se encargan del campo, ellas amontonan la sal y la recogen. Los hombres, soportando unas temperaturas altísimas, se encargan de trasladarla al almacén, empaquetarla, pesarla y subirla al camión. 



  


Tras esta primera parada, se nos pinchó una rueda del tuk-tuk. Después de una hora a pleno sol, seguimos adelante y nos encaminamos hacia un minipueblo de pescadores. Nos contó el conductor que en Camboya la mayoría de pescaderos son musulmanes, que unos con otros se llevan estupendamente y que lo único que los diferencia es la religión. A nuestro conductor, bastante parlanchín, también le caían muy bien los chinos, sobre todo para hacer negocios. 
Ahora bien, con los vietnamitas es otro cantar…


Pinchazo del tuk-tuk, empezábamos bien


Después del minipueblo, fuimos a visitar una cueva con un pequeño altar casi comido por las rocas. De camino, coincidimos con la celebración de una boda y la preparación de un par más. Nos adentramos en caminos de tierra, jardines con vacas, campos de arroz con palmeras y niños montados en bicicletas enormes.   




Sólo llevábamos cinco minutos subidos al tuk-tuk cuando salimos de la cueva y, de nuevo, tuvimos que parar: el mecánico que había arreglado el pinchazo se había olvidado de colocar un tornillo. Todo muy surrealista. El conductor nos dijo que era “very dangerous” circular sin él así que tuvimos que volver a esperarlo, pero esta vez al lado de la carretera y a la sombra de un cocotero.   

Seguimos la ruta hacia Kep, un pueblo costero cada día más desarrollado gracias a las inversiones de las grandes (y pocas) fortunas camboyanas y a algún que otro ruso. En el muelle de Kep cogimos un barco que nos llevó a la Rabbit Island, un pequeño paraíso prácticamente sin explotar. Aquí degustamos una auténtica exquisitez: el cangrejo a la pimienta de Kampot. ¡Mmm! Recorrimos la playa en cero coma y descansamos en una tumbona hasta la hora de partir. La verdad es que no nos hizo muy buen tiempo y la vuelta en barca fue toda una odisea. 





 Aunque la cara de Fran no lo refleje los cangrejos estaban buenísimos


Terminamos el día visitando una plantación de pimienta y comprando unos paquetitos de la especia que en su día fue la estrella de muchos menús en los mejores restaurantes de Francia.




Por nuestra cuenta visitamos el Secret Lake y la antigua estación de montaña francesa, en el parque nacional Bokor, con una iglesia, un hotel y una caseta de policías también abandonados. La escena daba miedo. Empezamos a subir por la montaña con la moto, los paisajes selváticos son impresionantes, igual que el perfil de la costa con las islas enfrente, pero cuando llegamos arriba, sólo había niebla. No se veía absolutamente nada. La sensación de que en cualquier momento iba a salir alguien de entre la bruma era constante. El clima ideal para visitar una zona abonada y en la que se han grabado varias pelis de miedo. Genial, vamos.







Después de Kampot, vino Kep. Nuestra última parada en Camboya. Kep es un pueblito de pescadores que en unos cinco años se convertirá en la segunda residencia de los millonetis de por aquí, con resorts de cinco estrellas, spas y una carretera de cuatro carriles que ya la querríamos nosotros. Una lástima, porque le van a robar toda la tranquilidad y el encanto marinero. 






Pues sí que eran frescos los cangrejos que nos íbamos a comer




Para reposar los cangrejos
Nos vamos de Camboya con una sensación agridulce. Contentos por haber descubierto este maravilloso rincón, pero tristes por tener que abandonarlo tan pronto. Es imposible visitar este país sin que algo se remueva en tu interior. Han sufrido tanto y, en cambio, muestran las sonrisas más sinceras y alegres que hemos visto nunca. Se les ve felices con los suyos, en el campo, con un cerdo, una vaca, una hamaca y cuatro pollos. No saben de estrés, ansiedad, prisas ni de enfermedades del corazón. Y les importa un bledo que ahora se lleven los topos o que haya salido el nuevo iphone. Son pobres, pero son mucho más libres que nosotros en muchos sentidos. Nos dan envidia y nos hacen reflexionar. Desde luego, Occidente no es el ejemplo que hay que seguir.    





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